jueves, 24 de enero de 2013

¿QUÉ ESTAMOS DISCUTIENDO?



SECCIÓN SALUD MENTAL Y LUCHA DE CLASES 

Publicado en Revista Topía Nro. 61, Abril 2011


A los pocos días de haberse aprobado definitivamente en la Cámara de Senadores del Congreso Nacional el proyecto de Ley Nacional de Salud Mental, tuve la oportunidad de publicar en el Semanario Prensa Obrera un artículo (http://po.org.ar/articulo/po1088050/hecha-ley-hecha-trampa) cuyo título ya, de por sí, podía emanar un tufillo un tanto tajante y hasta provocativo: “Hecha la Ley, Hecha la Trampa”.

El artículo de marras tuvo como principal punto de desarrollo, no sólo reservas que despertaron en mí algunos interrogantes en el articulado de dicho Proyecto de Ley, sino directamente una crítica sobre las consecuencias que una, esta Ley de carácter “marco” podía traer aparejado en un momento histórico y político determinado, aún con la mejor de las intenciones que pudieran tener en el campo de la Salud Mental muchos de sus apologistas.

Dicha publicación y la profundización de la polémica en diversos foros y espacios de debate me valieron cuantiosas críticas de muchos colegas y compañeros del campo profesional y político de la Salud Mental con quienes inclusive compartimos distintos frentes de lucha por la defensa de la Salud Pública, con un tendal de señalamientos y honorables diferencias de estar ubicado, para el caso, en el campo del “ultimatismo ultraizquierdista” mezclado a un presunto funcionalismo en favor del “discurso médico hegemónico”.

Me permití apostar al desarrollo del debate con colegas de distintas disciplinas y en el proceso me fui dando cuenta sobre un error de “método” en el que había incurrido con la intención de establecer un posicionamiento político frente a un fenómeno concreto (como para el caso, la sanción de una Ley).
Caí en la tentación de realizar un estudio pormenorizado del conjunto del articulado del Proyecto, planteando una caracterización política crítica sobre los efectos que podía abrir la aplicación “marco” de determinados artículos de la Ley. A la hora del planteo sobre la misma, y frente al debate con los colegas, poco a poco me fui dando cuenta que terminábamos incurriendo en una suerte de probabilismo futurista tautológico, separando “lo bueno” y “lo malo” del articulado en su conjunto, y nunca pudiendo llegar a un acuerdo sobre que iba a pesar más. Algo así como una visión kleiniana sobre el objeto disociado-proyectado (pecho bueno-pecho malo) aplicado al análisis de la Ley. Efectivamente, per se, nunca íbamos a poder llegar a un acuerdo. Como bien me señalara un colega y compañero de militancia, era como “discutir la Ley de Gravedad”.

Desistí del debate sobre tal o cuál artículo, “bueno” o “malo”, cuál pesaría más a la hora de aplicar la Ley. Efectivamente, terminamos discutiendo la cuadratura del círculo. El meollo del asunto creo es distinto a discutir, por ejemplo, otras leyes que han marcado un hito en la historia de lucha del pueblo argentino (y de las masas a nivel mundial) como la Jornada Laboral de Ocho Horas, las Seis Horas del Subte o, más recientemente, la Ley de Matrimonio Igualitario.

Que la Salud Pública (y específicamente la Salud Mental) se encuentra en un cuadro de abierto derrumbe desde hace décadas en nuestro país –y prácticamente a escala global- no es novedad para nadie. Aspirar a revertir la situación, o a un proceso de transformación de la Salud Mental de la población a través de una Ley –independientemente del contenido de su articulado-,  creo que resulta tan estéril como depositar ilusiones en  acabar con el hambre y la explotación laboral y social de nuestro pueblo por medio de la aplicación “a rajatablas” del Artículo 14 bis de nuestra Constitución Nacional (“Ley Fundamental”).

El escenario de la sanción definitiva de la Ley Nacional de Salud Mental tuvo algunos aspectos característicos que merecen destacarse: primero, fue aprobado prácticamente por unanimidad de todos los bloques en ambas Cámaras (salvo la abstención del Senador Artaza); segundo, fue presentada con “bombos y platillos” totalmente huérfana de un Plan Nacional de Salud Mental simultáneo a la misma, que estipulara plazos estimativos y concretos de ejecución de obras y programas que garantizara la tan mentada sustitución de los actuales dispositivos institucionales “médicos hegemónicos” (neuropsiquiátricos, monovalentes, etc.) por los llamados “dispositivos alternativos interdisciplinarios”; tercero, muchos de sus apologistas han planteado como sustento teórico y político la referencia de la Ley con los lineamientos de organizaciones (como por ejemplo la OPS y la OMS) estrechamente vinculados a los organismos financieros internacionales como el Banco Mundial y cuarto, la Ley aprobada reafirma una serie de derechos humanos y jurídicos básicos para los sujetos beneficiados por la misma, ya establecidos en otras leyes e inclusive en Tratados Internacionales suscriptos desde hace años por diversos Estados. Sin ánimo de realizar una suerte de extrapolación mecánica, bien sabemos quiénes ejercemos la clínica que cuando las cosas hay que “explicarlas” mucho es porque algo no camina. Y si hay que reforzarlo es porque evidentemente no funciona, independientemente de tal o cual contenido de esta o aquella Ley.

Si me inclino a realizar un recorte de los puntos arriba planteados, la total ausencia de un Plan Nacional de Salud Mental por parte del Estado Nacional (incluyo al Gobierno de turno y a todas las fuerzas políticas que representan los bloques que aprobaron la ley) que garantice los derechos básicos de los sujetos a recibir un dispositivo revolucionario en Salud Mental (en sus tres áreas) es el principal eje del asunto a la hora de un debate. A partir de ahí, me atrevo a sostener que la polémica dejará de ser estéril para incluir un debate de características políticas más profundas. Es en este punto donde el debate sobre la Ley (contenido, marco de aplicación, etc.) pasa a un segundo orden.

En ese sentido, por ejemplo, sí podría discrepar con referentes de máxima autoridad como Emiliano Galende quién en su libro Psicofármacos y Salud Mental – La Ilusión de no Ser realiza una abierta apología de los gobiernos imperialistas de la década del ’60 (Kennedy –o el laboralismo británico-) el cual, puertas adentro de sus fronteras, en los albores de la invasión a Vietnam, comenzó a aplicar –según Galende- Programas Públicos en Salud Mental de características “transformadoras” en la llamada “Área Preventiva”. Los límites de la naturaleza de clase del Estado imperialista norteamericano borrarían con el codo, algunos años posteriores, los “logros” de dichos programas, sujetos a los vaivenes de las recurrentes crisis capitalistas mundiales.

Pero para el caso de “nuestra” Ley, no es lo mismo. Insisto, hay Ley pero no hay Plan. Por otro lado, me permito dudar (por no decir “denunciar”) que, por ejemplo, un gobernador que abiertamente responde a los intereses terratenientes más ladinos de una provincia casi “feudal” como Formosa, pueda garantizar las férreas convicciones de los dispositivos “alternativos” de cara a su población: el Director Nacional de Salud Mental, Yago Di Nella, casi sin ponerse colorado, referenció como ejemplo la gestión del Gobernador formoseño Gildo Insfrán (el mismo que en el mes de diciembre del 2010 fuera responsable de una brutal represión contra la comunidad originaria qom con el triste saldo de dos muertos) por tener “ingenio” a pesar del “exiguo presupuesto” provincial para el campo de la Salud mental (Audiencia Comisión Salud Senadores Congreso Nacional 19/10/10). El mismo funcionario del Estado Nacional suele apologizar los “beneficios” de la Ley en sintonía con los requerimientos de la OMS.

Me permito dudar que la transformación de la Salud Mental venga de la mano de uno de los máximos responsables intelectuales de la Masacre del Puente Pueyrredón, Aníbal Fernández, quien cuenta con el reciente asesoramiento de un ex diputado fueguino devenido a flamante funcionario de Estado, Leonardo Gorbacz, autor original de la reciente Ley aprobada. Supongo el lector sabrá comprender mis reservas sobre las presuntas convicciones del bravucón Fernández con la experiencia de Basaglia en Trieste.
A modo de cierre, una anécdota de mi propia clínica que me permite afianzar mi posición: a poco de promulgada la Ley, recibo en el sector de consultorios externos del Servicio 17 del Hospital Borda, un paciente asiduo concurrente de un espacio histórico desmanicomializador de la Institución. Entusiasmado, me cuenta que días atrás, junto a sus compañeros y coordinadores del espacio, fueron recibidos por la Presidenta de la Nación en la Casa Rosada, quien les señaló que “ahora la aplicación de la Ley depende esencialmente de Uds”. Abstinencia mediante, rehúso plantearle cuál sería mi opinión política –probablemente él la pueda suponer porque en otros espacios ha escuchado mis posiciones-; para la ocasión, me importó más la repercusión fantasmática del “acontecimiento” en la singularidad del paciente, que establecer un debate con él que pudiera “contaminar” la transferencia.

Cuando la máxima autoridad política de un Estado Nacional delega –o mejor dicho, terceriza- la garantía de los presuntos efectos transformadores de una Ley totalmente carente de Plan, en quienes serían sus beneficiarios “efectores”, algo anda mal, y –disculpen mi “pesimismo”- lo seguirá estando, de no transformarse las bases sociales en un proceso histórico del campo de la salud pública y mental. Reafirmo mis reservas sobre un beneficioso “posibilismo” en una Ley sin el sustento de un Plan, sumado a un cuadro creciente de pauperización de la población, amén del semblante “nacional y popular”.

Pretendí en este artículo plantear una nueva posición en relación a mi artículo citado en el primer párrafo, pero con un mismo objetivo. Sin embargo, como en la clínica, a veces un debate político –insisto, sin hacer extrapolaciones mecánicas- también establece el fenómeno de repetición en la diferencia: vuelvo a plantear entonces, Hecha la Ley, Hecha la Trampa, y la urgente necesidad de establecer un Plan o Programa, contenido en el artículo original que referencio.

Hernán Scorofitz

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